lunes, 14 de enero de 2013


Renee Swope

“En realidad, Dios colocó cada miembro del cuerpo como mejor le pareció. Si todos ellos fueran un solo miembro, ¿qué sería del cuerpo? Lo cierto es que hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo.” 1 Corintios 12:18-20 (NVI)
         
Lectura:

Estoy segura que esto empezó cuando estaba en la escuela secundaria. Realmente no me gustaba quién era yo, pero quería gustarle a todos los demás.

Cuando estaba en sexto grado nos mudamos a una pequeña ciudad en Carolina del Norte. Durante las primeras semanas en la escuela me molestaban por mis pecas, mi piel muy blanca y mi acento raro.

Aunque no podía cambiar mi apariencia o mi forma de hablar, sí podía cambiar lo que me gustaba y mi forma de actuar. Mi estrategia era simple. Me comparaba a mí misma con las otras niñas a mi alrededor y trataba de averiguar quiénes eran las más populares para poder ser como ellas.

Lamentablemente esto hizo que me tomara décadas para poder liberarme de estas comparaciones. Y sé que no soy la única. Sin importar si somos adolescentes o mujeres adultas, nuestra tendencia a compararnos es universal.

Mi amiga Genia describió la trampa en la que hemos caído: “Cada vez que nos comparamos con alguien más nunca podemos estar a la altura porque estamos comparando nuestro interior con su exterior”.

Es exactamente lo que he estado haciendo. Comparando lo incapaz que me siento por dentro con aquellos que por fuera parecen tener todo bajo control.

Lo triste es que la comparación nos hace competir con otros. Pero Dios nunca tuvo la intención de que compitiéramos entre nosotros. Él quiere que nos complementemos alentando los puntos fuertes de los demás mientras descubrimos y acogemos nuestro ser de la manera en que él nos creó.

Pablo nos explica el por qué en 1 Corintios 12:18-20: “En realidad, Dios colocó cada miembro del cuerpo como mejor le pareció. Si todos ellos fueran un solo miembro, ¿qué sería del cuerpo? Lo cierto es que hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo.”

La única manera en que podemos liberarnos de la trampa de la comparación es aceptando quiénes somos en lugar de intentar ser quienes no somos.
Así que, ¿cómo empezamos? Primero, confía en que Dios te hizo justo como él quiso que tú fueses, y luego sé la mejor TÚ. Descubre y ofrece los dones, habilidades y características de tu personalidad que son únicas y que Dios te dio para que impactes a los que te rodean.

Por ejemplo, tu personalidad es tu manera natural de hacer las cosas y de relacionarte con los demás. Tú tienes puntos fuertes y desafíos en tus relaciones que Dios intencionalmente entretejió cuando te creó.

Dios hizo a algunos de nosotros más sociables y sensibles a los sentimientos de los demás, mientras que a otros nos hizo más orientados al trabajo y con menos empatía. Él creó a aquellos que aman hablar y vivir espontáneamente el día a día, mientras otros aman escuchar y planear con anticipación.

Todos nosotros somos diferentes y brindamos algo valioso a nuestras circunstancias y nuestras relaciones.

También tenemos capacidades naturales, pero con frecuencia la duda le da forma a nuestras excusas: “No tengo ningún talento. No tengo nada especial qué ofrecer.” Bueno, ¿te gusta cocinar? Entonces prepara comidas para aquellos que no pueden salir de casa. ¿Eres buena con las manualidades? Presta tus servicios en un centro comunitario. ¿Tienes aptitud para la contabilidad? Podrías ayudar a un vecino que tiene problemas para cuadrar su cuenta bancaria.

No importa qué tan grandes o pequeñas parezcan tus capacidades, te fueron dadas por Dios y pueden ser usadas para sus propósitos.

A diferencia de las aptitudes que nos fueron dadas al nacer, nuestros dones espirituales nos llegan en nuestro nacimiento espiritual. Cuando entregamos nuestras vidas a Jesús, el Espíritu Santo llena nuestras almas y nos da regalos espirituales. Los dones espirituales son muchos y variados, cada uno elegido cuidadosamente por Dios para ayudarnos a realizar los planes que él tiene para nuestras vidas.

No fue hasta que estaba ya en mis treinta, sintiéndome miserable, que me di cuenta que estaba atorada en la trampa de la comparación: ayudando donde me necesitaban necesitada, pero no donde se utilizaran mis dones; tratando de encontrar cuál era mi propósito, pero confundida porque no sabía quién era yo.

Al identificar y aceptar las características únicas de mi personalidad, mis aptitudes y dones, me liberé de la trampa de la comparación. ¡Y tú también puedes hacerlo!

Seamos mujeres que ya no se comparan y compiten, sino que celebramos y complementamos nuestras amistades, iglesias, lugares de trabajo y hogares con los dones únicos que brindamos. ¡Tú amarás la libertad y la seguridad que llega cuando te conviertes en la mujer que Dios planeó cuando te creó!

Amado Dios, te doy gracias porque soy tu obra maestra, renovada en Cristo Jesús para que pueda hacer las cosas buenas que tú planeaste para mí hace tanto tiempo. Quiero dejar de compararme con otras personas para así poder convertirme en la persona que tú planeaste cuando me creaste. En el nombre de Jesús, amén.


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¿La comparación te aleja de vivir con seguridad como la mujer que Dios creó para que fueras?


Cuando tengas la tentación de compararte, recuerda y di: “Cada vez que me comparo con alguien, nunca podré estar a su altura porque estoy comparando mi interior con su exterior”.

Versículos poderosos:
Efesios 2:10, “Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica.” (NVI)


© 2013  de Renee Swope. Todos los derechos están reservados.  


Van Walton. directora
Judith Hernández, la voz latina  Ana Stine  

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